La Música y el Nazismo.
Hay
aspectos siniestros de la música. Pensemos en la pesadilla que nos plantea
Daniel Chávez Peña: estamos condenados a condenar desde el vientre materno. La
música ha sufrido cambios. Es posible encontrar un material bibliográfico sobre
teoría y crítica de música de cámara así como de música electrónica. Los oídos,
dice Chávez Peña, no tienen párpados. Podemos evadir visiones a fuerza de
cerrar los ojos pero yace en esta cualidad de penetración que sólo posee la
música también una condena. La condena a escuchar. La publicación del libro El Odio a la Música. Diez Pequeños Tratados (1996)
de Pascal Quignard nos invita a una revisión de uno de estos lados oscuros de
la música; el programa de radio Tripulación
Nocturna, con un podcast de título homónimo nos invita a interesarnos en el
repudio que la Alemania nazi le profesaba a ciertas composiciones y a ciertos
músicos. Según Quignard, en cuyo libro la prosa puede llegar a parecernos
poética, la música también participa de un lado terrible que nos remite a los
tres cantos del gallo. La música puede manifestarse como un afán de secar las
lágrimas de Pedro. Ante un acontecimiento tan importante como la Segunda Guerra
Mundial, resulta importante estudiar el papel que jugaba la música. Hablemos de
los fines prácticos que el régimen le atribuía a la música; hablemos de la
censura y de lo siniestro.
La Segunda Guerra Mundial fue el
acontecimiento del siglo. La mayoría de los temas relacionados con ella le
interesan a todo el mundo. La razón de la curiosidad es la humanidad. La
Segunda Guerra, en contraste, fue un evento de destrucción humana. Nos cautiva,
quizás, la posibilidad del exterminio, de las condiciones apocalípticas de los
campos de concentración, de la disolución de la humanidad. Nos cautiva su
terribilidad por la razón de que ni siquiera nos acercamos a una concepción de
las circunstancias.
Hemos
oído hablar del Museo de Majdanek, con sus contenedores de zapatos y su aire
legendario, por ejemplo. Pero cuando pensamos en técnicas de tortura no se nos
ocurriría pensar en la música. Oímos con más frecuencia hablar de la guillotina
o del método de los martillazos. La música, en efecto, fue adoptada como un
mecanismo que tenía dos utilidades.
La
primera era la interpretación de composiciones aprobadas por el gobierno nazi.
Las obras musicales que eran desechadas de la minuciosa selección estaban
prohibidas. Los compositores debían optar por el exilio voluntario o
congraciarse con el régimen, ponerse a su servicio. Tal es el caso de la famosa
Carmina Burana de Carl Orff. El
gobierno simpatizó con Carmina Burana ya
que acudía a fuentes de la cultura alemana. Carl Orff incorporó fragmentos del Códex buranus, escrito por goliardos. Se
trataba que, incluso la música, pretendiera remitirse a los orígenes de “lo
ario”. A continuación, O Fortuna, un
extracto de Carmina Burana. Instrucciones:
procure el lector empatar la colección de cantos con una película de imágenes
holocáusticas mentales; esto para la producción del efecto deseado.
La
segunda finalidad conferida a la música era más macabra.
Como se dijo, el artista debía
justificar su afinidad por el partido, es más, por la raza cósmica. La música
era sometida al fin. La música que se apartaba de las intenciones del partido
se catalogaba como música perniciosa para el pueblo. A esta música se le da el
nombre de Entartete Musik o Música Degenerada. Hasta se habló de un arte
degenerado –Entartete Kunst-. El gobierno le daba preferencia a los
compositores pretéritos, a la música alemana clásica. El jazz fue catalogado
como degenerado por su intrínseca relación con la cultura
afro-americana. Fueron tiempos de paranoia frente a la diversidad de géneros
musicales. La música que manifestaba su filiación al partido o producida por
autores judíos era estigmatizada. Adolf Hitler prohibió la música de cabaret,
tachada de inmoral, música influenciada por la moda de los cabarés franceses.
Los años veinte
había sido la época del gran éxito del cabaret alemán. Con la llegada del
Tercer Reich, el género se enfrentó a la clausura.
“Ich
Bin Ein Vamp” de Ute Lemper, cantante contemporánea que recupera la música de
cabaret de los años veinte.
La Alemana Nazi descubrió que la
música podía ser útil para la anulación del individuo, es decir, anulación
moral. Los comentaristas del programa de radio Tripulación Nocturna se refieren a los que utilizaban la música
como vehículo para transmitir la angustia y la desesperanza como torturadores
refinados. En efecto, imaginémonos cómo los presos llegaban a los campos de
exterminio. Descendían del tren mal provistos para enfrentar el frío. Los que
ya eran reclusos tenían que cumplir con una condena impuesta de labor físico
sin contar con alimentos como recompensa. Ambos grupos se enfrentaban a una
orquesta demoniaca de músicos agrios que tocaban también esperando la muerte.
Si bien en la
mayoría de los campos de concentración nazis
se encargaron de utilizar la música como tortura de forma paralela, existió un campo de
concentración que fue utilizado para conservar una hipócrita apariencia ante algunas
organizaciones e instituciones internacionales
y convencerlos de que eran campos
de trabajo.
Terezin, situada en Checoslovaquia,
era conocida como la “ciudad judía” en la que los habitantes supuestamente
gozaban del privilegio de conservar una cantidad inusual de pertenencias
personales para la supervivencia artística e intelectual. Éste campo estaba
regido por aquella frase que hasta nuestros días muchos utilizan como
motivación sin saber su origen “el trabajo nos hará libres” (arbeit macht Frei).
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Terezin era una pantalla. Era llamado ciudad paraíso. Los nazis, para
demostrarlo, filmaron la película El
Fhürer regala una ciudad a los judíos.
Se hacía uso deliberado de la música para
quebrar a los prisioneros mentalmente y para robarles su dignidad e identidad
cultural. También la utilizaban para lograr fines ideológicos. Al usar el
sistema de altoparlantes del campo (presente en algunos de los primeros campos)
intentaban manipular, intimidar
y adoctrinar a los prisioneros. Durante la primera generación de campos de
concentración, no hubo otro campo que integrara formalmente la música en la
vida cotidiana como Dachau.
Dachau fue
abierto el 22 de 1933 y estaba dirigido
por Eicke.
Eicke usaba las tecnologías más modernas en
su intento por reeducarlos. Al hacerles escuchar música alemana, el comandante
esperaba inculcar subconscientemente los nobles valores alemanes de los que
teóricamente los prisioneros carecían.
La imagen anterior es una fotografía tomada por Hilda
Müller que retrata a los reclusos de Dachau reunidos para escuchar el discurso de Adolf
Hitler. Los
líderes del campo tomaron esas transmisiones públicas de radio como una
demostración de su poder, una oportunidad para poder mostrarles a sus oponentes
políticos encarcelados la fortaleza y la autoconfianza del régimen nazi.
Wenzel Rubner escribie en una obra que recopila aquellos
testimonios, Dachau Musik: “Debíamos escuchar los discursos del Führer y sus brutales insultos hacia
nosotros y nuestros camaradas. Nos obligaban a oír las canciones que se
burlaban de nuestras creencias (p.54)”
La música también se usaba durante los
interrogatorios y la tortura que habitualmente los acompañaba. Fritz Ecker contó: “La música del
campo que provenía de los altoparlantes se mezclaba con los gritos y los
quejidos de aquellos a los que torturaban”. Con frecuencia, sólo algunas notas de dicha música
eran suficientes para que los prisioneros más experimentados se dieran cuenta
de qué estaba pasando y qué tipo de torturas se les aplicaban a alguno de sus
camaradas.
Durante la perpetración de dichos
actos, la música cumplía la función de desinhibir y estimular a los guardias.
Luego, ayudaba a generar una descarga. Este aspecto queda confirmado por un
último ejemplo de Dachau. Luego de torturar a dos prisioneros, Sporer, miembro
de las SS con el apodo de “Iván, el terrible”, prendió un cigarrillo y, según
Ecker, “comenzó a bailar en una pierna al ritmo de la música que pasaban en la
radio y que provenía del altoparlante.”
No
sólo el régimen nazi desarrolló una metodología de la música al servicio de la
tortura. Las historias son abundantes; todas son terribles. Sin embargo, el
terror a la música es una táctica que se ha utilizado por otros gobiernos.
Estados Unidos, por ejemplo, reproducía pistas de la agrupación musical
canadiense Skinny Puppy para aturdir a los prisioneros de Guantánamo. Un
soldado estadounidense que se encontraba en Irak confesó en una entrevista que
utilizaban música de la banda Metallica para tranquilizar a los supuestos terroristas antes de cualquier
interrogatorio.
Uno
de los ejemplos más gráficos de la música como instrumento de tortura es
presentado por el autor de La Naranja
Mecánica, Anthony Burgees. El personaje principal de la novela, Alex, es
sometido a sesiones de tortura donde se le obligaba a mantener los párpados
abiertos mientras sonaba en el sistema de megafonía la Novena Sinfonía de
Beethoven y se proyectaban escenas e imágenes de pura violencia. Lo mágico y
espeluznante está en la resignificación de la sinfonía. Si el personaje solía
disfrutarla, ahora la aborrece.
Regresemos
al nacional socialismo alemán. Es posible que no exista un músico cuya
producción esté tan relacionada con el nazismo como Richard Wagner. Adolf
Hitler era un admirador de las obras musicales de Wagner. La música de Wagner,
así como la filosofía de Friedrich Nietzsche, sufrió contaminaciones
ideológicas: malinterpretaciones que el régimen asociaba con sus máximas
ideológicas. Der Ringen des Nibelungen, por
ejemplo, retomaba la tradición de los orígenes de la cultura alemana. Der Ringen… era una ópera épica que
recuperaba a través de la representación escénica lo que se narra en el texto
homónimo. Desde esta perspectiva, es posible encontrar una explicación a la
fascinación de Hitler por Wagner y por la obra más famosa de Carl Orff, citada
ya arriba. Era casi imposible que Hitler no se admirara con los temas que
Wagner musicalizaba.
EL
PAÍS, en su artículo La Música que Amaron
los Nazis, nos dice que el Tercer Reich nos dice que el Tercer Reich
reclutaba a personalidades del ámbito musical ofreciéndoles un trato que no
podían rechazar. Podemos escuchar muchas anécdotas de personajes de la época
que saludaban al Führer con un obediente “Heil Hitler”, sin embargo, lo que nos
interesa ahora, antes de concluir, es la germanización de la música. La guerra
imponía necesidades que debían ser satisfechas. La inteligencia del Tercer
Reich radicó en ubicar a la música como una posibilidad de apoyo para la
ideología del partido. A los músicos aliados se les concedían privilegios. La
música era favorecida y su creación proliferaba aún en las condiciones de la guerra. Los músicos
pagaban su permanencia en Alemania con producciones musicales. Carl Orff,
prácticamente reclutado por el régimen, tuvo el encargo de componer un tema
musical para una representación de Sueño
de una Noche de Verano. Progresivamente, el régimen intentaba marginar la
música judía, los compositores modernos, los atonales y una plaga que se
expandía como peste llamada jazz. Se le atribuyeron a las composiciones
particularidades propagandísticas. A través de esto, se silenciaba el clima de
denuncia y de abuso.
La música jugó un papel importante
durante el Tercer Reich. Los campos de concentración eran inundados por los
sonidos de violines y de locomotoras. Lo cierto es que el régimen aprendió algo
de valor a través de la música: que la exposición de la mente a composiciones
musicales aceleraba el proceso de pérdida de la cordura. Olvidémonos de
abandonar las esperanzas, de arrastrar la moral entre los zapatos. Esto se
reduce a nada confrontado ante la inminente verdad de que la música los
enloquecía. El frío, el cielo gris atravesado por los pájaros, los trabajos
forzados y, como fondo sombrío, la música.
El
párrafo anterior funge el papel de conclusión. Sin embargo, permítasenos un
anexo. Se ha dicho que había músicos que accedían a participar en los planes
del régimen. Sin embargo, los músicos que se negaban o que eran de origen judío
y acababan encerrados en los campos de concentración, no abandonaron la
composición musical. Para concluir, dejaremos al lector escuchando una obra
compuesta por Steve Reich durante su estancia en uno de los campos de
exterminio. Esto nos confirma que la también proliferaba la producción de obras
musicales en tiempos de crisis. Las condiciones infrahumanas no detuvieron a
Reich. Nos despedimos con la siguiente pieza, Different Trains.
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